miércoles, 22 de enero de 2014

"Seven", el pesimismo hecho cine



"La apatía es la solución. Es decir, resulta más fácil abandonarse a los drogas que enfrentarse a la vida. Es más fácil robar lo que uno quiere que ganárselo, pegar a un niño que enseñarle; en cambio, el amor requiere esfuerzo y trabajo."

“Seven” es la segunda película de David Fincher, y junto con “El silencio de los Corderos” de Johnathan Demme, considerada una de las obras cumbre del thriller, no ya sólo de la década de los 90, sino del género en sí. La película cuenta la investigación de una serie de asesinatos cuyo tema común son los siete pecados capitales.


La película sigue manteniendo su frescura casi 20 años después de su estreno, y sigue elevándose por encima de las de su género y todas aquellas que de alguna u otra manera han intentado imitarla, pero nunca alcanzarla. Si bien no la considero una obra maestra (considero que dicha valoración es subjetiva por definición), voy a intentar identificar cuáles son las virtudes que hacen de ella un filme sobresaliente como poco.



Una de las virtudes que tiene es su increíblemente conseguida malsana atmósfera. Y es que “Seven” es un filme que desborda pesimismo por todos lados. Los personajes y la opresiva y oscura fotografía se encargan de recordárnoslo casi todo el tiempo. Nuestro mundo es un sitio cruel y sin lugar para la esperanza. El detective Somerset es consciente de que esta historia no puede terminar bien, como verbaliza en uno de los diálogos con su compañero Mills. Fincher es un director muy dotado para transmitirnos el mal rollo, y aquí lo hace brillantemente.

Otra de las características es el número de novedades que introduce en el género del suspense. En primer lugar, está claro que no estamos ante el típico asesino en serie. Éste se encarga de sermonear constantemente a los detectives, a la sociedad y en último término, incluso a los espectadores. Por otro lado, jamás le vemos cometer ni un solo asesinato en pantalla, aunque las consecuencias, de las que sí somos partícipes, nos hacen retorcernos de angustia ante la sangre fría y el regocijo que parece tener el implacable asesino.


Es un suspense que apenas tiene una secuencia de acción, y no lo señalo como defecto, sino como virtud. Esa escena es la de la persecución a mitad de película al asesino en el edificio en el que se sitúa su vivienda, y que después se traslada a las lluviosas calles de la ciudad sin nombre en la que transcurre la película. Durante el resto de metraje, lo que observamos es la investigación de los detectives, su vida cotidiana, sus conversaciones, y también sus silencios. Al detective Somerset le vamos conociendo a través de sus charlas con su compañero Mills, con la mujer de éste, Tracy, e incluso con su capitán, pero también dicen mucho de él sus silencios en sus maratonianas horas de trabajo en solitario. Porque Somerset es tremendamente infeliz, y no hace falta que lo diga para que nos demos cuenta. Pero volviendo al punto de partida, Fincher consigue mantener la tensión la atención sin espectaculares set pieces que nos quiten el aliento. Y esto me parece un mérito enorme.

El último punto que me gustaría destacar es la alteración que se hace de la típica estructura dramática de las películas de este género. Normalmente, los thrillers desembocan en un frenético último acto en el que se persigue y se da muerte al asesino, el cual suele ser uno de los personajes que han estado rondando en la pantalla delante de nuestras narices todo el tiempo. Pues bien, aquí no sucede nada de eso, ya que es el propio asesino el que se entrega en la comisaría cuando todavía faltan 20 minutos para terminar la función, y al que apenas hemos visto en una fugaz aparición sin que se le viese el rostro. Ante la evidente perplejidad que resulta de esta "rendición", uno espera encontrar una magnífica resolución que cierre el círculo de la trama, que sea coherente con el desarrollo de la misma y al mismo tiempo nos deje boquiabiertos, ya que no nos creemos, o no nos queremos creer, que el asesino simplemente se entregue sin más. Y aunque, en un principio parece imposible, “Seven” lo consigue, dando lugar a uno de los clímax más brutales que un servidor jamás ha presenciado, y uno de los mejores finales que se hayan visto en una película, ya que resulta una absoluta sorpresa sin que traicione la coherencia interna de la trama. A todo esto ayudan las excelentes interpretaciones del trío que se halla presente en dicha escena.



En cuanto a los actores, encabezan dos soberbios intérpretes como  lo son Morgan Freeman y Brad Pitt, encarnando a dos personajes que son como el día y la noche. Personalmente, aquí me quedo con Freeman, más que nada por la ternura y empatía que me despierta su veterano detective Somerset, ante la rebeldía y prepotencia del detective Mills. Y también hay que mencionar a uno de mis actores favoritos, que con sólo 20 minutos roba toda la película, aparte de que la secuencia final no habría sido lo mismo sin él. Hablo del supremo Kevin Spacey interpretando al asesino John Doe.

En la silla del director está David Fincher, dando un ejemplo de maestría absoluta y un dominio brutal del lenguaje cinematográfico en su segunda película, tras la decepción que le supuso la experiencia de dirigir “Alien 3”. Si es digno de alabar el trabajo de Fincher, no es menos reseñable el trabajo del guionista Andrew Kevin Walker, con un libreto que debería leer por lo menos una vez todo aquel que quiera hacer una incursión en este género.


Como no creo que aún no haya nadie que no la haya visto, sólo digo que la volváis a ver para adentraros en el infierno en la tierra, en una ciudad sin nombre en la que casi todos los días llueve, fiel reflejo de una sociedad enferma y colérica. El pesimismo hecho cine. Siete días tiene la semana, siete días en los que transcurren la investigación de los asesinatos sobre los siete pecados capitales que veremos en “Seven”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario